El 6 de agosto de 1945, a las 8:15 de la mañana, el cielo sobre Hiroshima se partió en dos. Un avión estadounidense B-29, bautizado “Enola Gay”, dejó caer la primera bomba atómica utilizada contra una población civil. La explosión de “Little Boy” mató instantáneamente a unas 80 mil personas. Decenas de miles más morirían en los días y años posteriores a causa de las quemaduras, enfermedades y los efectos de la radiación. Tres días después, el 9 de agosto, Nagasaki sufriría un destino similar con la bomba “Fat Man”.

Con estos ataques, el mundo conoció el poder más destructivo jamás creado por el ser humano, y la Segunda Guerra Mundial llegó a su fin poco después. Sin embargo, lo que terminó como conflicto bélico, dio paso a una nueva era marcada por el miedo: la era nuclear.
Una decisión aún debatida
A ocho décadas de distancia, la historia aún debate si los bombardeos fueron “necesarios” para evitar más muertes o si fueron, en realidad, una demostración de poder ante el mundo, particularmente frente a la entonces Unión Soviética. Lo que no admite discusión es el sufrimiento humano que dejaron tras de sí: madres buscando entre cenizas, niños con quemaduras irreversibles, generaciones enteras marcadas física y emocionalmente.

Hiroshima y Nagasaki no fueron solo una tragedia japonesa; fue una herida global. Fue el día en que la humanidad se dio cuenta de que tenía en sus manos la capacidad de destruirse a sí misma por completo.
El deber de recordar.
Hoy, 6 de agosto, no conmemoramos una victoria ni exaltamos una hazaña militar. Recordamos el error más costoso de nuestra historia moderna. Recordamos a las víctimas, no con un minuto de silencio, sino con el compromiso de que su dolor no sea en vano.

En un mundo que parece inclinarse nuevamente hacia discursos de odio, guerras, y amenazas nucleares, el recuerdo de Hiroshima y Nagasaki es más urgente que nunca. No podemos permitirnos la indiferencia. La historia ya escribió con fuego y muerte lo que ocurre cuando se antepone el poder a la vida.

Desde este espacio digital, alzamos la voz para mantener viva la memoria y abogar, desde nuestras trincheras, por la paz, la diplomacia y el respeto irrestricto por la vida humana. Porque quien olvida su historia, está condenado a repetirla.