Se percibe el aire otoñal en el ambiente, nos recorre suavemente el rostro dando paso a la nostalgia, la añoranza de tiempos pasados, esperamos todo el año para que lleguen estas fechas en la que todo nos parece más confortable, la comida, los olores, todo se conjuga para que nuestro corazón abra sus puertas y dé la bienvenida a aquellos seres que amamos y que han partido, se acerca la hora de recibirlos con la gran fiesta de Todos Santos, no importa si con mucho o poco, nuestro corazón festeja, cree, y siente fervientemente que los tendremos una vez más con nosotros, así es en muchos lugares de México.
En Coscomatepec lo celebramos con nuestras particularidades, y aunque con el paso del tiempo muchas cosas han cambiado otras permanecen. En esta ocasión narraré como viví estos días a finales de la década de los sesentas y comienzo de los setentas.
En La Plaza Hidalgo y en los alrededores del parque Constitución de Coscomatepec, desde esos años y hasta la fecha, en los días previos a Todos Santos llegaban comerciantes del vecino estado de Puebla, colocaban pequeños puestos en el piso para vender artesanías, no eran muchos, pero llenaban de alegría y color las calles alrededor del centro del pueblo; canastitas, burritos, carteritas, sonajas, tenatitos, tejidos de palma o hilo de plástico, jícaras pequeñas, sonajas de guajes, ambos pintados de rojo y motivos florales, todo pequeño y tan bonito que aunque no las necesites, hasta la fecha siempre quieres comprarlas.
En esos días, abajo de la banqueta de la casa de mi abuelita, que estaba junto a la Casa del Pueblo, llegaban cada año una señora y su esposo a poner una casita de lona, sus nombres eran doña Meche y don Eulogio, venían también del estado de Puebla, además de español hablaban náhuatl entre ellos. Su puesto contaba con dos secciones, una era de juguetes y la otra de joyería de plata y fantasía. Durante esos días dormían y comían ahí, esa cercanía nos hizo entablar una amistad muy bonita con ellos. Siempre los esperaba con gran expectativa para ver los juguetes que llevaban, seguro muchos niños de la época los recuerdan, maquinitas de coser hechas de lata, muñequitas, carros, loterías, juegos de serpientes y escaleras, dominós, cuerdas, pelotas entre muchos otros.
Ya era tradición que una de esas noches mi madrina Baita me llevara a su puesto a escoger uno o dos juguetes, aunque por tenerlos afuera de mi casa, y pasar grandes ratos observando lo que llevaban yo ya sabía lo que quería. En una ocasión llevaron a su hijo Mauricio, un niño apenas más grande que yo, y me dijo: “Te regalo unos aretes, agarra los que quieras”, le conteste que no y le agradecí, él tomo unos de lentejuelas y me los dio, doña Meche se dio cuenta y me dijo que los agarrara, después le contaron a mi abuelita y se reían mucho de eso. En algún momento dejaron de ir al pueblo y ya no supimos más de ellos, pero llegaron a ser parte de la tradición de Todos Santos.
En la Plaza Hidalgo, desde tiempos ancestrales hasta la fecha, se realiza un mercado cada día lunes, al que llamamos la plaza en alusión al lugar que ocupa, aunque abarcaba también algunas calles aledañas, es aquí donde los lugareños y personas de comunidades cercanas se abastecen de víveres y otros productos que les son necesarios. Recuerdo que en aquellos tiempos, durante las fechas que precedían al festejo de día de muertos, la plaza se realizaba aunque no coincidiera con un día lunes, ya que las ventas durante eso días eran muy beneficiosas para todos, ignoro si en la actualidad se continúe haciendo de esta manera.
Durante esos días se vendía una gran cantidad de flores de Cempasúchil y la llamada Moco de pavo, frutas de temporada como las mandarinas y las guayabas entre otras muchas que las había durante todo el año, así como todo lo necesario para elaborar los platillos tradicionales para agasajar a nuestros difuntos y a nosotros mismos, y otros elementos para montar nuestro altar. Se veían esas hermosas canastitas elaboradas con cartón y adornadas con papel de china de colores, algunas portaban una banderita de papel picado, que como aún no se hacían en grandes cantidades -ya que era más bien un trabajo artesanal de las familias-, los diseños eran más tradicionales y a mi parecer más bonitos que los actuales.
Los dulces de jamoncillo con formas de animalitos o canastitas eran imprescindibles en Todos Santos, eran elaborados por personas muy reconocidas en el pueblo y también se podían encontrar en la panadería La Fama, donde tenían una pequeña vitrina sobre el mostrador, además de los de los jamoncillos tenían alfajores y panelitas, pero sin duda alguna en esa temporada lo que predominaba en el pueblo era la elaboración, venta y compra de pan, recuerdo ver a mucha gente de comunidades cercanas llevar cajas grandes llenas de pan para poner en sus altares y para consumo propio.
En la Casa Bretón, tienda de mi madrina, Fausta Bretón -Baita como todos le decíamos con cariño-, días antes de Todos Santos comenzaban también los preparativos en los que yo también participaba efusivamente, uno de ellos era el “vestir las velas”, esto se traducía en pegar tiras de papel de china o papel lustre girando estas tiras alrededor de las velas, el papel de china se pegaba poniendo en cada extremo del papel engrudo, el cual era elaborado con harina y agua.
Las velas que se vestían con papel lustre que -era más grueso-, se pegaban de una manera muy peculiar, mi madrina nos daba chicle para masticar hasta que perdía el dulzor, luego poníamos un pedacito pequeño de chicle en cada extremo para sujetar el papel, Para una niña, como yo lo era en ese entonces, esto era muy divertido y me encantaba participar.
En esos días, Don Ángel Solís iba a ayudar a mi madrina en la tienda, ya que las ventas aumentaban significativamente. Mi madrina Baita me dejaba poner afuera de su tienda un puesto abajo de la banqueta, donde a pesar de tener entre ocho o diez años yo era la única encargada, colocaba papel periódico en el piso y sobre él ponía tenates que acomodaba en forma de pirámide, en una mesa cuadrada que tenía un cajoncito guardaba el dinero y colocaba encima veladoras, cerillos, cajitas de palomitas que eran unos pequeños pabilos, copal y algunos cigarros. Ayudar a mi madrina en la tienda y tener mi puesto en esta temporada me causaba un gran orgullo y satisfacción, es algo que recuerdo con gran alegría y cariño de mi infancia, lo tomaba como un juego pero con mucha responsabilidad.
A un lado de la tienda había un espacio muy grande que mi madrina llamaba la bodega, tenía una puerta de madera de cuatro hojas que daba a la calle y un gran estante del mismo material, que durante esos días llenaba de pan para venderLuchy Bretón, seguramente se lo hacía algún buen panadero del pueblo, lo que más recuerdo de ese pan son unas enormes hojaldras bañadas de azúcar rosada, que cuando las abrías calientitas salía del interior un vapor con un aroma inolvidable.
Durante los primeros años de mi infancia en casa de mi abuelita, aún se conservaba la casa antigua de las tías como las llamaban, Isabel, Pascuala y Josefa que era mi bisabuelita, mamá de mi abuelita Tere Mayet; al parecer hubo también hermanos varones, pero mi mamá solo recuerda al tío Joaquín, ellos se apellidaban Loyo y Loyo y se dedicaban a la agricultura, cuentan que tenían un terreno a la entrada de Coscomatepec por el rumbo del molino. Años después esta casa fue remodelada por mis tíos.
En la casa antigua me toco ayudar a mi abuelita a poner los altares de muertos, los cuales eran muy sencillos, se colocaban en una repisa que estaba construida como parte del muro en la recamara de mi abuelita, que llamaban pasamanos, sobre ella siempre tuvo algunas imágenes religiosas.
Allí colocábamos vasos con agua y aceite de oliva de la marca Ybarra, cortábamos unos pedacitos de flejes metálicos que abarcaban el diámetro de los vasos, y hacíamos una perforación al centro con un clavo, por este agujero se metía un pabilo que quedaba sumergido en el aceite y al prenderlo funcionaba como veladora, la cual se mantenía así mientras tuviera aceite.
Se colocaba un vaso para cada difunto, y uno para las almas en el purgatorio. Se ponía un florero con azucenas o gladiolas y algunas Mocos de Pavo, porque a mi abuelita no le gustaba el olor del Cempasúchil. Siempre puse gran atención en que no faltara en el altar canastitas de las que les mencioné con algunos dulces y mandarinas, un platito con los animalitos de jamoncillo y sobre todo aguacatitos negros, esto era por una historia que me contó mi abuelita.
Ella tuvo una hermana llamada Siria, y me contó que en una ocasión estaba comiendo uvas sin pelar y las cascaras se le quedaron pegadas en la garganta y murió. Siria era una niña a la que le gustaban mucho los aguacatitos, y en la casa había un árbol, pero también se compraban, entonces ella los agarraba y se escondía en un ropero para comerlos. Esta historia me ha conmovido desde que era niña y al parecer fue muy traumática para mi abuelita porque toda la vida, cuando íbamos a comer uvas las pelaba para que no nos pasara lo mismo a mí o a mis hijos cuando éramos pequeños.
Mi abuelita decía que el 31 de octubre llegaban los niños como Siria, y el día primero de noviembre llegaban los demás difuntos. Siempre lo hacían a medio día, la recuerdo apurada diciendo “córrele Alejandra que ya van a llegar”, yo hacía un recorrido mental de cuantos difuntos eran y cuantos vasos con agua y aceite teníamos que poner.
Como decía Octavio Paz, “Somos un pueblo ritual”, desde la época prehispánica honramos a nuestros muertos mediante ofrendas, algo que continuó con la llegada de los españoles que trajeron la religión católica que transformó y añadió otros elementos a los ya existentes. No es que la muerte no nos duela, es el respeto y el aprecio entrañable por aquellos seres que nos brindaron amor y alegría que guardamos en nuestra memoria y corazón entrañables historias que contar.