Un espacio tiene el significado que cada quien le da, según las circunstancias vividas, están llenos de actos, sentimientos y emociones, que van conformando nuestra vida, de cosas que fueron tan tangibles como un árbol, una casa o personas que fueron inolvidables mientras vivieron en él y estuvieron cerca de nosotros, muchas ahora viven en el recuerdo mientras somos manifestación de algunos rasgos y tradiciones heredados que la mayoría de las veces exhibimos con orgullo.
Todo esto nos hace familia, amigos y comunidad. Uno de estos espacios para mí, fue la Plaza Hidalgo de Coscomatepec. La casa de mi abuelita, Teresa Mayet Loyo está ahí, y aunque ya no nos pertenece, está llena de esos recuerdos al igual que los espacios que la rodean. Ahí crecí, Hidalgo 22 se leía en ese entonces en las misivas, a un lado de la Parroquia de San Juan Bautista, frente a la legendaria fuente de piedra, entre bloques de jacalones de madera, que tejían su propia historia. Frente a la casa, a unos cuantos metros, estaba uno que tenía un piso de madera y cuatro vigas, una en cada esquina que sostenían un techo de láminas de cartón, el cual nos sirvió de resguardo las tantas veces que mi abuelita, mi mamá y yo en los brazos de alguna de ellas y luego más grande, corríamos a refugiarnos bajo él en algunas noches lluviosas de temblores, mientras las campanas de la iglesia sonaban sin compas, haciendo más aterrador el momento.
La casa de mi abuelita, antes de ser remodelada, tenía un gran patio, y al fondo lo que llamaban corral, pero para retozar con gran libertad, no había nada como la gran plaza del pueblo, con sus cantos rodados, pegados a la antigua, con tierra, como muchas calles de mi pueblo. Como olvidar esas tardes de tormenta, cuando a través de las ventanas, veía correr el agua por la plaza mientras me envolvía un aroma a tierra mojada, o esas granizadas en las que las pelotitas de hielo rebotaban en las piedras, quedando atrapadas entre los muros y las banquetas, dejando un aire frío, casi helado sobre el pueblo y casas afectadas en sus techos cuando estos eran de láminas de cartón, recuerdo ver a mi abuelita afligida comentando esto al ver personas cargando en sus espaldas láminas nuevas que tenían que comprar para reponer las que habían sido dañadas.
Todo esto pasaba en ese lugar mágico en el cual mis pequeños pies persiguieron sueños y volaron tan alto como mi imaginación. Debo confesar sin orgullo alguno que en ese lugar perseguí y atrapé varias mariposas. Mi abuelita me hacía una red con un círculo de alambre al cual le cosía una bolsa de tul, colocándole un mango de madera. Corría en busca de las 88 o de un Emperador azul que mi mamá me pedía por encargo, menos depredador era mi pasatiempo de volar “palomas”, esas que los foráneos llamaban “papalotes”, muchas de las cuales compraba en la tienda de Martín Pelos, otras yo las hacía, y me volví una experta en esperar el momento preciso de remontarlas al vuelo, aún no olvido esa sensación de tener el carrete de hilo en las manos al sentir la presión de la fuerza del viento, y la angustia cuando el carrete salía volando por los suelos y yo persiguiéndolo por la plaza para atraparlo mientras giraba como un loco desenfrenado.
Algunas banquetas de mi cuadra aún eran empedradas, reminiscencia de mi Cosco de antaño, con el tiempo se sustituyeron por las de concreto, como la de la acera de la casa de mi abuelita y la de La Casa del pueblo, de don Manuel Gutiérrez, en ellas subí y bajé con un patín del diablo, jugué a la cuerda, la pelota o giraba un Ula Ula. En una ocasión, don Manuel me llamó para enseñarme una bolsita de tela que tenía colgada por encima del mostrador, me contó que ahí tenía un duende atrapado y al tocarla el duende se reía o hablaba, lo cual implicaba un gran enigma para mí, sospechaba que algún mecanismo hacía eso, pero la duda me invadía y no lograba descubrir el misterio, por lo que albergué la posibilidad de que en verdad hubiera un duende atrapado en esa pequeña bolsa, ya que don Manuel nunca accedió a mi petición de sacarlo para verlo, esto para una niña de mi edad era fascinante pero también muy inquietante, lo que no impidió que muchas veces entrara a la tienda a pedirle que hiciera hablar al duende, imagino lo divertido que les parecía el asunto al ver mi cara de incredulidad. Conocí a doña Aurora, la segunda esposa de don Manuel, a su primer esposa, doña Nicolasa, quien ya había fallecido, la recuerda mi madre, ambas fueron amigas de mi familia. Algunas veces las hijas de don Manuel me regalaron hojas de papel de la publicidad de los zapatos Canadá que venía impresa en color sepia, las usaba para hacer barquitos o para dibujar. Cada vez que llegaban nuevos modelos de estos zapatos, los iba a ver a la vitrina que daba a la calle y cuando ameritaba, mi abuelita me compraba otros. Un 12 de diciembre, don Manuel y doña Aurora, me llevaron a la misa de la Virgen de Guadalupe en la barranca, aún conservo una estampita de la virgen que me dieron.
Puedo decir con gran agradecimiento, que tanto ellos como mis demás vecinos, siempre cuidaron de mí.
Enfrente de la casa, también en la Plaza Hidalgo, a un lado de la Parroquia vivía Bibí Kuri, amiga también de la familia, ella intercambiaba suculentas y deliciosas comidas con mi abuelita, recuerdo sus exquisitos y muy picosos tamales de flor de izote, así como unos chiles rellenos en caldillo. La regla era no devolver el recipiente si no iba con algún guiso o dulce de vuelta, lo contrario era de muy mal gusto y pésima educación, además el platillo debía tener el mismo nivel culinario del que había sido enviado.
En esa casa llena de flores, su sobrina Rosa escenifico coronaciones en las que las protagonistas éramos Bety Vallejo, su hermana Abita y yo, en ellas vestíamos atuendos con papel crepé elaborados por Rosa y coronas de alambre que llenábamos de diamantina. Una vez, Rosenda, una muchacha que trabajaba con Bibi, y a quien recuerdo con mucho cariño, pidió permiso para que la acompañara a dejar unas flores a la capilla de San Diego, me llevaba de la mano corriendo, cuando enfrente de la casa de Martín Pelos, entre un montón de piedras sueltas, tropezó y se fue de bruces llevándome en la aventura, quedamos como Santo Cristo, con todas las rodillas sangrando, y ahora lleva a la niña que pediste prestada así, pobre Rosenda y pobre de mí, siempre la recuerdo, pero sobre todo en esa ocasión memorable. En esa casa, durante mi niñez, nunca falto un regalo de reyes para mí.
Bertha Loyo fue una gran amiga de mi madre, Alicia Florescano, Bertha vivió a un lado de la Plaza, juntó a la carnicería La Nueva Era. Aún recuerdo las tardes calurosas en las que se reunían afuera de su casa a comer naranjas con chile, mientras nosotras jugábamos, las hijas de Bertha fueron mis grandes amigas de la infancia, pasaba mucho tiempo en su casa, un día por alguna razón terminé con toda la ropa mojada y Bertha me la secó con una plancha para que mi abuelita no me regañara. Mi madre la recuerda con un gran cariño y menciona que la última vez que se vieron Bertha le dijo: “eres como mi hermana”.
Lupita Márquez y Martitha Corbalá amigas también de mi familia, me proveían de dulces en su tienda, de la cual no recuerdo exactamente el nombre, algunas veces Martitha me invitaba a entrar a su cocina por hielitos de limón que le compraba, y siempre me maravilló la cantidad de plantas de su jardín.
Todos ellos fueron personas maravillosas, personajes de la historia de un gran pueblo como Coscomatepec, en el que no solo nos reúne el entorno y nos unen las tradiciones, sino que se crean lazos de amistad y cariño que quedan en nuestra memoria y conforman nuestra vida, cada uno de nosotros tenemos un significado y un lugar especial en nuestro barrio y en el pueblo mismo, eso es lo que nos identifica. Todos guardamos historias que merecen ser contadas.