Mucho de eso que llamamos tiempo se conforma de momentos, de lugares determinados, personas que han quedado en nuestra memoria efímera y fugaz como la vida, de ahí lo importante de rescatar mediante la escritura, aquellas remembranzas de nuestra historia que se van desvaneciendo para volverse, vagos recuerdos de un ayer que siempre será el origen de lo que somos hoy como individuos y como sociedad.
Después de mi nacimiento fui llevada a la casa de mi abuelita Teresa Mayet Loyo, ahí pasé mi infancia, esos años fundamentales que forman la personalidad y nos dan solidez.
Como les he narrado anteriormente, la casa de mi abuelita estaba ubicada en la Plaza Hidalgo, fue propiedad de “las tías”, Pascuala e Isabel y de mi bisabuela Josefa, todas de apellido Loyo y Loyo; tuvieron otro hermano varón, Joaquín y quizá uno más del cual no se recuerda su nombre, en algún momento solo las mujeres quedaron al frente de la familia, por lo que fueron y son muy recordadas por los sobrinos, sobre todo la tía Isa, como la llaman y mi bisabuelita Josefa que fue la única que se casó con un telegrafista llamado Daniel Mayet originario de Tuxtepec, Oaxaca, quien según cuentan se subía a la torre de la iglesia para poder ver desde ahí a mi bisabuelita Josefa. Tuvieron ocho hijos: María, Consuelo, Ana, Teresa, Eva, Siria, Efraín y Alfonso.
Josefa fue una mujer bondadosa, mi abuelita le profesó un gran amor, mencionándola incluso antes de morir, mi madre también la recuerda con mucho amor y ternura. Ese amor me lo transmitieron a mí con sus relatos, como yo lo he hecho con mi hija quien aún conoció a mi abuelita Tere que la adoraba, mi hijo era pequeño pero mi abuelita tuvo la oportunidad de ver a su muchachito como le decía.
De ahí lo importante de narrar a nuestros hijos de dónde venimos, quiénes y cómo eran esas personas que hicieron tanto por nosotros, para que aprendan a amar nuestras raíces y poder tomar de ahí las sustancias que los nutrirán toda su vida.
No conocí a mi bisabuelita Josefa, pero siempre he buscado una conexión con ella, no puedo más que honrarla y agradecerle, y me gusta pensar que mi fascinación por el mole es una herencia de ella, ya que mi mamá me ha contado que le encantaba, y cuando su hija María hacía para vender, mi bisabuelita impaciente la mandaba varias veces a ver si ya estaba listo para que le llevara, lo que exasperaba a la tía María.
La casa de las hermanas Loyo y Loyo abarcaba, por el frente de la Plaza Hidalgo, desde donde terminaba La casa del Pueblo hasta la esquina de la calle que baja hacía la iglesia de San Diego, de ahí bajaba hasta donde había una pulquería. No recuerdo el nombre de algunas calles, pero esas son mis referencias. La casa antigua estaba construida con muros muy gruesos hechos de piedras, las habitaciones interiores tenían un recubrimiento de madera en la parte superior de los muros, el patio interior tenía un corredor con columnas a los costados unidas por muros cortos, sobre los que había muchas macetas con flores y al centro una pequeña escalinata en forma de abanico que bajaba al patio, en ese corredor recuerdo haber visto una base muy vieja de madera que sostenía un gran filtro de barro para el agua. Bajando la escalinata había un primer patio en el que se encontraban muchos arbolitos de camelias, algunos de café, uno de chirimoya, otro grande de aguacates pequeños, uno de guayabas donde a veces llegué a ver a algún tlacuache subido comiéndolas. Siempre que andábamos en el patio y no había desayunado, mi abuelita me bajaba unas y me las daba a comer porque decía que eran buenas para no tener lombrices, pero el consentido era un hermoso arbolito de mandarinas que los Sábados de Gloria ella golpeaba despacito con un palo para que creciera, después volteaba riendo y me tocaba con él simulando pegarme mientras decía: “A ti también para que crezcas”. Había muchos arbustos de hortensias, y otras flores de las cuales cada año me buscaba las mejores para cortarlas e ir a “regar flores”, es decir ir a la iglesia a dejarlas a la virgen, para lo cual nos vestían con un vestido y un velo blanco, muchas niñas usaban su vestido de primera comunión, como yo en ese tiempo aún no la hacía me hicieron uno muy sencillo. De esta ceremonia, siempre regresaba frustrada y enojada quejándome con mi abuelita, porque nos formaban a todas las niñas y entre cantos y rezos dábamos una primer vuelta alrededor del templo hasta llegar al altar de la virgen donde a sus pies colocábamos las flores, pero luego se recogían de ahí mismo y se volvía a repetir la ceremonia varias veces, entre tantas flores, nadie alcanzaba a tomar las mismas, las flores terminaban muy maltratadas, lo cual a mi edad, no tenía sentido haber escogido las más bonitas y dejarle a la virgen flores así.
Mi abuelita tenía la costumbre de recorrer su patio, en ocasiones yo la acompañaba mientras ella les quitaba la maleza a sus plantas, era algo que ella disfrutaba mucho, en esos momentos me mostraba las hierbas aromáticas para cocinar y me enseñó a conocer y diferenciar cada una de ellas, tiempo después yo era la encargada de ir al patio por unas ramitas cuando se necesitaban a la hora de cocinar. Recuerdo con especial cariño unas florecitas como bombitas amarillas que me reventaba en la frente mientras sonreía, lo que repitió con mi hija cuando era pequeña en casa de mi mamá. En una ocasión en una maceta empotrada en la ventana donde era la recamara de mi mamá sembró Pensamientos, me gustaron tanto que hasta la fecha me gusta ver esas flores incluso plasmadas en pinturas o dibujos, con ese nombre tan hermoso que la evoca cuando la recuerdo.
Le gustaban mucho las Violetas y en esa época se acostumbraba intercambiar plantas entre amigas, la acompañé varias veces a la casa de Mónica Olguín, ella vivía bajando la calle Nicolas Bravo y tenía un patio con una gran variedad de flores, de las cuales muchas eran Violetas, ahí pase grandes ratos y presencie largas platicas e intercambios de estas hermosas flores, al final mi abuelita siempre salía de ahí con una cara de gran satisfacción.
Volviendo a la casa antigua, frente a ese primer patio había lo que llamábamos la Troja, también conocida como Troje. Esta construcción sirvió para guardar granos y posiblemente otras cosechas de la tierra que anteriormente sembraba la familia cuando se dedicaron a la agricultura, eran dos cuartos cuyas paredes, al igual que toda la casa estaban hechas de grandes piedras, el primer cuarto no contaba con ventanas, el segundo estaba a un costado bajando dos escalones, pero la entrada siempre estuvo tapiada con madera que solo dejaba ver por algunas estrechas rendijas, una ligera la luz que atravesaba por una ventana. Ese cuarto siempre me dio miedo porque pensaba que ahí se guardaba un secreto por estar prohibida la entrada, pero cuando me llegué a asomar solo había madera acumulada. El primer cuarto de la troja era enorme y solo entraba la luz al abrir su pesada puerta de madera de cuatro hojas. Aquí dormían las gallinas y tenían cajas de madera con aserrín que venían en los envíos que le hacían a mi abuelita con sus líquidos para poner permanentes, actividad a la que se dedicó durante muchos años. En estas cajas las gallinas ponían sus huevos y yo era la encargada de recogerlos, aquí también nacían pollitos y en una ocasión tuvimos patos. Había también unas estructuras hechas de fuertes ramas donde las gallinas se subían a dormir. Durante el día la troja se dejaba abierta y las gallinas andaban en el patio, pero por la noche dormían bien protegidas de sus depredadores nocturnos con la puerta cerrada.
Desde esa época hasta que la casa ya había sido remodelada tuve una gallina negra llamada Pomponia, después comprendí que fueron varias Pomponias y que una era la reposición de la anterior. Una vez llegó al patio un pollito un poco crecido que llevaba una patita vendada, fue mi compañero de juegos, le hice una camita con dos sillitas pequeñitas, lo arropaba y él se dormía plácidamente, hasta un fatídico día en que consideré que era tiempo de quitarle la venda de su patita, lo cual consulté con mi abuelita a lo que dijo que si, lo hice y me fui a la escuela, pero cuando regresé mi pollito estaba muerto con su patita hinchada, fue un día lunes, lloré mucho y dije que desde ese momento odiaba los días lunes por toda la eternidad. Muchos años después la historia se repitió con una gallina que tuvo mi hija y que era su mascota, la seguía por toda la casa y cuando no la encontrábamos estaba durmiendo en su cama con la cabecita en su almohada, un día cuando mi hija se fue a la escuela se metió un perro al patio haciendo un hueco en la cerca y se la llevó, yo gritaba desesperada tras de él para quitársela, pero cuando por fin logré hacerlo la Güera, como se llamaba la gallina ya estaba muerta. Ese día llegué al trabajo a contarles a mis compañeros la tragedia, mientras lloraba inconsolable de tristeza y de pensar cómo iba a decirle a mi hija lo que había pasado, uno de mis compañeros me dijo que nunca había visto llorar a alguien por una gallina, pero yo ya tenía experiencia en ese tipo de pérdidas.
Cuando hablo de un primer patio, es porque bajando de ahí había unas escaleras de piedra para llegar a un segundo terreno que llamábamos el corral, aquí había árboles frutales sobre todo de naranjas, limas y también había chayotes, pero siempre destacó un árbol que queríamos mucho por su majestuosidad, el de Jinicuiles que daba unas vainas muy gruesas con frutos deliciosos que tenían mucha pulpa como grandes borlas de algodón, además de ser muy dulces, nunca vi ni he probado Jinicuiles tan grandes y sabrosos como los de la casa de mi abuelita, cuando era su temporada el árbol daba tantos que la gente iba a comprarlos a la casa y llegué a poner mi puesto afuera de la puerta. Fue muy triste saber que lo tiraron ya que permaneció por muchos años ahí.
Una historia que se convirtió en leyenda familiar y que nos contaba mi abuelita a mis primos y a mí, fue que en una ocasión una de sus tías estaba cuidando a su hermano que estaba muy enfermo y vio como un muchacho pelón con una vela en la mano recorrió todo un pasillo y le paso por el frente, lo siguió, pero en algún punto desapareció. De ahí mis primos, que pasaron una temporada larga en la casa ya renovada, vivían aterrorizados diciendo que “el pelón” los espantaba por las noches queriendo abrir la puerta de la recamara donde dormían, mientras mi abuelita los escuchaba divertida, lo que nos hacía pensar a mi mamá y a mí que era ella quien por las noches los iba a asustar moviéndoles la perilla de la puerta, ya que si algo tenía era muy buen humor. También nos contaba que decían las tías que en unos escalones que estaban al lado de la troja y que bajaban de la cocina antigua al patio, por las noches salía un viejito que se iba dando un sentón en cada escalón y que cada vez que lo hacía sonaba dinero.
Recuerdo mucho la casa antigua, tuve un gran patio donde jugaba por las tardes entre el sonido de los pájaros, una que otra picadura de abeja y el encuentro con muchos chinaguates, muchas veces jugué con mi prima Lety que vivía a un lado con mi tía Consuelo, su abuelita, en ese gran patio lleno de vida.
Adentro de la casa antigua jugué sobre el quicio de una ventana de la recámara que daba a la calle y siempre permanecía cerrada, ahí imaginé que era una gran modista con un gran muestrario de tela que me regaló mi madrina Bayta Bretón, cortando mis calcetas entre otras muchas cosas, jugué a la estilista cortando el pelo de mis muñecas y maquillándolas con lapicero para sufrir después la permanencia de mis acciones. Todo esto mientras escucha a lo lejos el sonido de la rocola de la refresquería de los Portales con canciones de Roberto Jordán que me hacían preguntarme como un Amor de estudiante podía ser tan triste y una pobre Rosa marchita podía saber de tanto dolor, para después escuchar esas historias que salían de la rocola de Los Altos de Jalisco, que estaba a un costado de la Plaza imaginando a ese pobre hombre llamado Cornelio Reyna cayendo desde la nube en que andaba, como a veinte mil metros de altura, y a La Martina traicionera y mentirosa dando explicaciones a su esposo.
Nunca olvidó esos días en la casa renovada, en los que después de limpiar todo hasta que el piso brillaba, abríamos las ventanas que daban a la plaza y le ponía música a mi abuelita de Agustín Lara o la sinfonía de “El Murcielago” de un disco que llevó mi tío Enrique.
Cuando murió y la acompañé en la carroza, al llegar y ver la casa abierta e iluminada le dije: “abuelita llegamos a tu casa”, ese fue uno de los momentos más dolorosos de mi vida. En esa casa tuve una infancia maravillosa con las personas correctas, y en el lugar correcto: Coscomatepec de Bravo.