¿Porque añoramos el Coscomatepec que se fue y quedó atrapado en nuestra memoria? Seguramente porque nuestros recuerdos están vinculados a emociones y experiencias significativas que vivimos en determinada época que ocupa un tiempo y espacio determinado.
El paso del tiempo trae la llamada modernidad, terminando o modificando muchas veces la originalidad de un lugar donde fuimos felices.
Esta reflexión viene de un comentario de mi madre Alicia Florescano Mayet, que al ver unas fotografías recientes de Coscomatepec me dijo: “Ya no es el Cosco que yo conocí”. Seguramente cada uno de nosotros tenemos una percepción distinta de lo que vivimos ahí.
El que yo viví no era muy concurrido por foráneos, y cuando llegaban la mayoría de los habitantes del pueblo se enteraban. Algunos hombres quizá salían a explorar para averiguar quienes eran los visitantes, y algunas mujeres lo hacían viendo tras los visillos de las puertas y ventanas.
¿Recuerdan esos hermosos visillos que se usaban en algunas casas de nuestro pueblo? Eran esas pequeñas cortinas que se ponían atrás de los cristales de ventanas o puertas, elaborados de encaje y algunos tejidos a gancho -la técnica conocida como crochet-.
Hasta las décadas de los sesentas y setentas, las puertas de las casas no se cerraban, y rara vez alguien se atrevía a entrar sin permiso o a robar en ellas.
En el parque aún estaban esas bancas de piedra volcánica tan originales y características de nuestro pueblo, mientras vigilantes ya estaban las palmeras que aun han prevalecido en ese lugar.
Había árboles de Bugambilias en las esquinas, y el viento movía juguetón las flores de amapola sembradas en los jardines del parque, esta planta que fue introducida a México en la segunda mitad del siglo XIX por el estado de Sinaloa con la migración china, y que más tarde fue prohibida y erradicada de los jardines de parques y plazas públicas.
En esos tiempos era común ir a visitar a las amistades o que vinieran a nuestras casas. Se les ofrecía una copita de rompope acompañada de unos ricos y aromáticos polvorones, o una copita del licor llamado Cinzano, también podía ser vino de guinda, mora o naranja.
Los mayores platicaban, mientras yo observaba, sin escuchar sus platicas aunque estuviera ahí, eso era solo de personas grandes, y si había la mínima sospecha de que lo hiciera, me mandaban a ver “si ya puso la marrana”, nunca la busqué porque sabía que el significado era: Ve a ver en que te entretienes lejos de aquí.
Algunas veces acompañé a mi madrina Baita Bretón a jugar Canasta con sus amigas, se reunían en la casa de Carlotita Márquez y también iba doña Maruca Heredia, quizá habría alguien más que no recuerdo. Me sentaba junto a mi madrina y hablaba solo lo necesario pero observaba mucho, me gustaba ver sus manos bien cuidadas y sus uñas pintadas de rojo que sostenían unos discos de plástico en los que acomodaban las cartas. Sus rostros reflejaban una gran concentración. El juego transcurría sobre una mesa redonda en un pequeño salón iluminado por unas ventanas que daban a un jardín, los detalles no los recuerdo, pero nunca olvido, una gran variedad de dulces que venían en pequeñas cajas redondas de plástico transparente, esos dulces de la marca Laposse que eran caramelos de hermosos colores con una pasita adentro y envueltos en celofán, almendras cubiertas con chocolate y una fina capa de dulce de tenues colores, galletas rellenas y pasitas cubiertas de chocolate. Algunos de esos dulces, galletas y chocolates se vendían en la farmacia del Doctor Lara, eran más finos y caros que los comunes. Al salir de la escuela los veía pero siempre pensé que no podía comprarlos con el dinero que me daban para ir a la escuela, que en ese entonces era la Nicolas Bravo, pero ahí estaban a mi total disposición mientras observaba todo ese ritual del juego de cartas sin dar guerra.
Haciendo un pequeño paréntesis, les contaré una anécdota graciosa sobre los dulces de esta farmacia.
Siempre que salía de la escuela pasaba por ahí, y veía un gran vitrolero de vidrio lleno de unas bolsitas pequeñas rellenas de lo que yo pensé era gelatinas de colores brillantes, como las que vendían en las tiendas pero mucho más bonitas. Un día me arme de valor creyendo que llevaba el dinero suficiente para comprar una, pero mi decepción fue enorme al enterarme que no eran gelatinas sino champús. No podía creer cuanto tiempo pasé ilusionada con gelatinas que solo existían en mi mente.
Volviendo a la casa de Carlotita Márquez, en una ocasión visité la cocina de esa casa, creo haber pasado por un corredor exterior, y al centro o a un lado estaba un patio lleno de flores, como tantos otros que me gustaban de algunas casas de Cosco.
Mi memoria ha borrado los detalles exactos de esa cocina, pero me impresionó ver algunas de sus paredes o todas cubiertas de mosaicos como la Talavera, blancos con motivos florales azules.
Sin duda alguna tuve la fortuna de vivir y observar una parte interesante de esa época. Ser parte de la vida de esas mujeres que a mis ojos eran fuertes, con autoridad, pero también se daban tiempo para establecer conexiones de amistad entre ellas.
Coscomatepec fue un pueblo tradicional de calles empedradas con cantos rodados, fruto del esfuerzo de sus primeros pobladores. Calles rodeadas de casas con techos de tejas y jardines esplendorosos en su interior.
En quinto y sexto de primaria, ya en la escuela John F. Kennedy, tuve una amiga en el barrio de Ixtiuca, cuya casa siempre me impresionó. Cuando llegaba por ella para irnos a pasear, me encantaba ver su piso de tierra apisonada que siempre estaba recién barrido y húmedo, lo cual hacía que tuviera un olor a tierra mojada y se sintiera una sensación de gran frescura y limpieza. Todo era impecable, hasta ella con su hermoso cabello negro y muy largo que amarraba en una coleta. Antes de irnos abría su ropero del cual sacaba unas pequeñas perlitas que metía a su boca para que su aliento oliera a fresco. Todo era salido como de un cuento, porque de más pequeña así eran las casas que dibujaba.
Quién no recuerda haber ido de paseo a un día de campo familiar o con varios amigos. En una ocasión las hermanas Bretón, mi mamá, mi abuelita, algunas otras personas y yo fuimos a uno.
Bibi Bretón había hecho un pollo horneado. Todos cargaban bolsas, morrales y canastas con la comida y las bebidas. De repente ese rico y dorado pollo se cayó rodando por el suelo y empanizándose de tierra, todos quedamos estupefactos, pero la decisión fue sacudirlo y aquí no paso nada. No se iba a tirar a la basura tanto esfuerzo.
El ir a cortar moras era otra actividad familiar que disfrutábamos mucho cuando era temporada. La recompensa era llegar a deleitarnos el paladar con un rico atole o unos hielitos de mora.
Podemos decir que el Coscomatepec de esos tiempos se ha transformado, y que cada momento será recordado por quién lo vive, pero hay cosas que debieron prevalecer aún a costa de la modernidad.